Jo, EspartaKa

Ho he parlat amb la gent del pis i, finalment, tots i totes ens hem decidit a escriure aquest blog. Els meus companys diuen que hem de contar la nostra història.

Sóc una rata. Els humans diuen que sóc un "animal de laboratori". Classifiquen a la resta d’animals com a coses, amb adjectius que ens defineixen per la nostra utilitat per a ells. I totes són dolentes per a nosaltres, els animals que no hem nascut humans.

Al laboratori ens volen pel mateix que volen una proveta. Som un instrument d’investigació. I ens inoculen tota mena de productes, ens donen descàrregues elèctriques, ens fan emmalaltir i arribar a la psicosi, ens fan patir. Ens torturen i maten per a provar barres de llavis o productes de neteja. No importa que les provetes no puguen sentir i nosaltres si. Ens tracten igual.

Els humans també utilitzen les rates de laboratori per a altres coses. Jo, per exemple, vaig ser comprada al mercat d’esclaus per a que em mengés una serp esclava que, tancada a la seua pressó-vitrina de la mida d’una caixa, menja quan els seus "amos" ho decideixen. Jo sóc tranquil·la i pacífica; m’hauria capturat ràpidament, i la preuada "propietat dels humans", mostrada amb orgull a les visites, no hauria patit perill.

Però la serp es va morir abans de menjar-me. Segurament de pena, somiant, dins de la pressó-vitrina, amb un ample territori, ple de pedres sota les que passar la nit i on prendre la calor del gran sol, no d’una trista llum artificial. Somiant ser lliure com les rates que li permetrien sobreviure, i amb les que lluitaria per la vida en igualtat de condicions.

Ella morí mentre jo esperava, a la tenda distribuïdora d’esclaus no humans, dins d’una gàbia on no em podia moure. El traficant d’esclaus no estava molt content que jo estigués a la tenda, no era bo pel negoci. Quan ja tenia decidit donar-me com a "pèrdua" (matar-me i llançar-me a les escombraries) es trobà un humà i una humana amb els que ha començat la resta de la meua vida.

dilluns, 23 de març del 2009

DE RATONES Y MUJERES, per Kepa Tamames

Tengo una amiga con un ratón en casa. No es que haya acudido a mí histérica y me lo haya confesado pidiéndome consejo por ser yo defensor de los animales, ni por tanto pretende con ello que le solucione el "problema". Porque no hay tal. El roedor vive en su casa desde hace algo más de un año; emprende sus correrías cuando toca y se abastece de lo que pilla cuando procede. ¿Cómo consiguió el pequeño entrar en la vivienda de mi amiga?, se preguntarán ustedes. (Y si no lo hacen es lo mismo, porque lo voy a contar de igual manera). Pues por la puerta, el sitio más lógico incluso para un ratón. O no tanto. En realidad, nuestro amigo ingresó en su nuevo hogar en estado de semiinconsciencia, tendido cuan largo era sobre el fondo de una caja de zapatos, cubículo perfecto para su traslado desde la calle, donde no tenía ninguna posibilidad de sobrevivir, menos si tenemos en cuenta que acababa de ser rescatado de las fauces de un gato callejero, quien, sin mala intención, dio rienda suelta por un momento a su ancestral instinto. (Nadie le culpa por ello).

Imagino que durante los primeros días le invadiría el desconcierto –al ratón, digo–, pero enseguida pareció amoldarse con pasmosa naturalidad a su nuevo hábitat. Bien es cierto que a ello ayudó el hecho de que mi amiga le procurase desde el inicio el condumio necesario en cantidad suficiente, y él lo agradece no dejando ni rastro de los presentes.

Mi amiga no lo ve con frecuencia, pues es sabido que los ratones son grandes amantes de la discreción, pero escucha a diario sus patitas cuando al anochecer él despierta y se dispone a iniciar su jornada. Sabe que le espera su platito de cereales –de los del desayuno de humanos, de marca, no de los crudos, que a lo bueno se acostumbra uno enseguida–, mas no es ésa su comida favorita, pues tal honor se lo lleva la harina integral: pasión es lo que tiene por ella. Porque en casa de mi amiga se hace pan a diario, con productos naturales y sin conservantes, con lo que es fácil adivinar de dónde le viene al muy pendenciero la salud de hierro de la que parece gozar hasta la fecha, pues conviene aportar como dato adicional que nuestro protagonista pasó en pocas semanas de esmirriado a rollizo.

Durante meses el ratoncito confió en sus anfitriones, dado que éstos nunca mostraron hacia él el menor atisbo de agresividad. Pero todo cambió el día en que trataron de capturarlo con el loable deseo de ofrecerle la libertad en el campo. El susto que se llevó el pequeñajo al verse acorralado en el pasillo por la pareja de grandullones hizo que a partir de entonces perdiera toda fe en los humanos, lo que en cierta forma refuerza la tesis de que los animales –ratones incluidos– poseen una inteligencia bastante mayor que la que nuestro antropocentrismo les atribuye.

No será la primera vez que una visita advierte de repente la presencia del enano y pega un brinco en la silla, situación que mi amiga trata de reconducir con un lacónico "no te preocupes, es de casa". La visita despeja entonces las exiguas dudas que albergaba sobre el equilibrio emocional de la dueña. Piensa que está loca. Y algo de eso debe de haber, pues en una sociedad que masacra a inocentes animales en masa por los motivos más triviales, adoptar a un ratón como refugiado necesariamente tiene que suponer por fuerza algún tipo de síndrome ético no diagnosticado hasta la fecha.

A mi amiga le horroriza pensar que alguien pueda enterarse de su secreto fuera de su círculo más íntimo, y de hecho yo no creo estar desvelándolo si la mantengo a ella en el anonimato. A veces me cuenta entre cómplice y emocionada detalles de su convivencia diaria con un ser que tiene sus horarios, sus preferencias, e incluso sus manías. Me hace partícipe de su particular experiencia: compartir piso con un pequeño duende que con toda seguridad envejecerá con dignidad, a buen recaudo de los monstruos humanos que hemos endosado a los roedores la poco amigable etiqueta de "plaga a exterminar", como si nosotros no fuéramos de hecho la peste más destructiva que el mundo haya conocido. Él acabará sus días sin haber sentido nunca los insoportables retortijones del veneno, sin haber sido perseguido por una horda de jovencitos con aviesas intenciones, sin haberse visto en la necesidad de vivir exiliado en el permanente destierro de las alcantarillas. Él es un ratón feliz, o al menos todo lo razonablemente feliz que pueda ser un ratón. Porque los ratones sienten, créanme. Eligen entre diferentes posibilidades si se les da la oportunidad. Y –¡oh, sorpresa!– optan por aquello que les ofrece sensaciones agradables, al tiempo que rechazan el dolor. Ser ratón no implica necesariamente ser imbécil, como ya habrán adivinado.

Apuesto a que pocos de ustedes conocen una historia como la de mi amiga y su ratón. Y de conocerla, hay muchos boletos para que esté protagonizada por una mujer. Porque es éste un apartado especialmente significativo para quienes hemos estudiado en algún grado el fenómeno de nuestro comportamiento con los animales. Tal vez sea una chaladura de las mías, pero me dio por pensar que las mujeres han acabado desarrollando una especial empatía hacia los más débiles: las víctimas humanas y animales. Si algo de eso hay, tengo pocas dudas de que tal virtud les viene dada por conocer bien lo que significa ser pateada, golpeada, expulsada de casa; conocer lo que es verte sin hijos y sin futuro, ser paria entre las parias. Son muchos siglos de estigma de mujer, y eso pesa como una cruz de cemento.

Recuerdo haber asistido como público a una conferencia del cineasta Juanma Bajo Ulloa en Barcelona, hará de esto como un par de años. Confesaba Juanma en un momento dado que en las fiestas brutas de los pueblos donde se martirizan animales él sólo veía hombres, que las gradas de las plazas de toros estaban ocupadas fundamentalmente por hombres, que quienes cazan animales por diversión son hombres en su práctica totalidad… y que en aquella sala veía sobre todo mujeres. Podría pensarse que el bueno de Juanma optaba por el discurso demagógico para cosechar el aplauso fácil de la audiencia. Apenas le conozco en lo personal, pero seguro estoy de que lo decía con absoluto convencimiento y de que era su corazón quien hablaba por él.


1 comentari:

  1. Un abrazo muy grande (que no muy fuerte porque temo estrujarlas) a todas las Espartakas/os del mundo, y al resto de las victimas del especismo humano.

    I una forta abraçada (que a ells si que puc ;) ) als creadors d´aquest blog)

    Cárol

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Una miqueta de relax